La vida que no ve la miel
La abeja melipona vive apenas 50 días. Ese es todo el tiempo que tiene. Desde el segundo día de nacida ya puede volar, y a partir de ahí, trabaja incansablemente. No por sí misma, sino por una obra que nunca verá terminada.
Para que una colonia esté lista y pueda cosecharse la miel, debe pasar al menos un año. Eso quiere decir que decenas de generaciones de abejas entregan su vida entera a un propósito cuyo fruto no conocerán. Nacen, construyen, mueren… pero la miel llegará después, gracias a todas.
Pienso en eso, y no puedo evitar mirar a nuestra especie.
Nos cuesta actuar si no veremos el resultado. Nos paraliza la idea de no ser los protagonistas del final feliz. Queremos la cosecha inmediata, el logro visible, la gratificación tangible. Pero la melipona nos enseña otra cosa: que hay trabajos cuya recompensa no es para quien los hace, sino para quien viene después.
¿Cuánto valor tiene entonces una vida que se entrega por completo a un propósito más grande que uno mismo?
La melipona no tiene ego. No necesita reconocimiento. Trabaja porque confía en que su esfuerzo sostiene algo mayor. Su vuelo no es individual. Su propósito no es aislado. Todo su ser está al servicio de una causa común: construir, cuidar, perpetuar.
Y ahí, en ese trabajo silencioso y colectivo, se esconde una verdad poderosa: que hay belleza en vivir por algo que trasciende nuestra propia existencia. Que dejar herencias invisibles —estructuras, gestos, enseñanzas, actos de amor— puede ser la forma más elevada de humanidad.
La melipona no saborea la miel, pero sin ella no habría dulzura posible. No todas ven el panal terminado, pero cada una pone un ladrillo con la certeza de que otras lo harán crecer. No todas cosechan, pero todas siembran.
Quizá, entonces, vivir con propósito no sea ver el fruto, sino ser parte del proceso. Quizá no estemos aquí para concluir, sino para continuar. Como ellas.
Y tú, humano…
¿qué estás construyendo que va más allá de ti?
Axel Sutton
Reflexión tras la Ruta Sensorial de Mondante